Dorita y Máximo, Máximo y Dorita. ¿Bonita foto, verdad? Es del día en el que se
casaron, allá por los años 30. La suya no fue una historia de amor fácil, pero
sí de esas cuyos protagonistas están predestinados el uno al otro aunque ellos
tarden en saberlo.
Dorita
era la única hija de los Fernández de Lera, una acomodada familia asturiana que
contaba en su patrimonio con varias minas y una pequeña industria siderúrgica.
Máximo, en cambio, era el cuarto hijo de los Menéndez González, un matrimonio
que se ganaba la vida gracias a lo que producía el campo. Los dos vivían en el
mismo pueblo, de apenas cien habitantes, ella en una casona palaciega
construida por sus abuelos a finales del siglo XIX. Él, en una casa de corredor
en la que la planta baja estaba destinada a cuadra y la vivienda se situaba en
la primera planta. El espacio que les sobraba a los Fernández de Lera en su
caserón era el que les faltaba a los Menéndez González en su modesta vivienda.
Máximo y Dorita habían nacido en casas muy próximas y en fechas también muy
cercanas: ella, el 15 de junio de 1907; él, el 4 de agosto del mismo año.
El
primer recuerdo que tenían el uno del otro se localizaba en la infancia de
ambos, cuando Máximo vio a pasar por delante de su casa la camilla que
trasladaba a Dorita al sanatorio. La niña se había contagiado de sarampión y
lloraba a causa del dolor que la infección le producía. Máximo no tardó en
preguntar a sus padres quién era aquella niña. Lo mismo hizo Dorita cuando, ya
en el sanatorio, se quedó a solas con su madre. Tenían poco más de cuatro años.
Hasta entonces, la niña apenas había salido de su caserón, donde recibía la
visita diaria de Gema, una institutriz muy amiga de la familia. El sarampión y
su traslado hasta el sanatorio le permitieron ver que fuera de las tapias de su
casa había mundo y que en el pueblo vivían otros niños. No tardó en pedir que
la dejasen salir y así lo hacía, acompañada por su institutriz. En uno de
aquellos primeros paseos volvió a reencontrarse con Máximo. “¿Qué tal se
encuentra, señorita?” “Mucho mejor, gracias”. Aquella breve conversación fue el
inicio de una tierna amistad infantil. Máximo se convirtió en el acompañante de
Dorita y su institutriz y en el compañero de los juegos de la niña mientras
caminaban por el pueblo.
La
amistad dio paso al amor cuando Dorita y Máximo alcanzaron la adolescencia.
Aunque la joven seguía saliendo de su casa en compañía de su institutriz,
Máximo se las ingeniaba para, por las noches, saltar las tapias del caserón y
reunirse con ella en un pequeño huerto en el que disfrutaban el uno del otro
durante horas. Mientras que ella dedicaba su día a día al aprendizaje de buenos
modales y costumbres, él había comenzado a trabajar en los talleres
siderúrgicos del padre de Dorita cargando pesadas barras de acero. En uno de
aquellos encuentros Dorita quedó embarazada. Incapaz de ocultar su estado, a
los cuatro meses se lo reveló a sus padres y al propio Máximo. Él insistió en
que se haría cargo de la criatura y en que se casaría con Dorita. Sin embargo,
los Fernández de Lera no querían que su única hija y heredera de todo un
entramado industrial se casase con quien entonces era un simple peón. Tampoco
querían que fuese madre soltera. La única solución que encontraron fue enviarla
a Londres, donde vivía una tía materna y casarla con el hijo de aquella, su
primo Norberto, también dedicado a la industria siderúrgica. Así fue. Poco
después dio a luz a un niño al que llamó Gabriel. Corría 1925.
La
partida de Dorita dejó a Máximo destrozado y su situación empeoró tras lo que
vino después. Los Fernández de Lera lo despidieron y por Gema, la institutriz de
Dorita, supo de su viaje a Londres. La mujer, instada por los Fernández de
Lera, le hizo creer que la criatura que ambos estaban esperando había nacido
muerta. Decidido a reencontrar a su amada, Máximo se puso a trabajar en el
campo, sacando provecho de las tierras de su familia. Diez años más tarde pudo,
por fin, comprar el pasaje del vapor que conectaba Gijón y Londres y partir con
cierto respaldo económico. Antes fue a ver a Gema, la institutriz de Dorita,
que, acusada de remordimiento, le dio la dirección desde la que aún le escribía
quien fuese su pupila. Allí la reencontró Máximo un 10 de diciembre de 1935. A
ella y a su hijo. La muerte de Norberto tres años antes le había permitido
heredar una coqueta casa en uno de los barrios más céntricos de la ciudad y
distintas propiedades de cuyas rentas vivía. Fue un encuentro cargado de
recuerdos, de sorpresas y de revelaciones: “si no fui a buscarte, fue porque en
las cartas Gema me dijo que te habías casado y que tenías ya varios hijos”.
Máximo
y Dorita contrajeron matrimonio el 16 de febrero de 1936 en Londres. Allí
vivieron hasta que regresaron a España, a su pueblo, a finales de los 60.
Tuvieron tres hijos, Gabriel, Miguel y Jesús. Vivieron juntos y felices hasta
la muerte de ella, a los 81 años, el 26 de julio de 1988. La tristeza pudo con
Máximo, que falleció apenas cuatro meses después, el 22 de noviembre.
Su
hijo Jesús me relataba el pasado verano esta historia que me ha parecido tan
bonita que la he querido compartir con vosotros. Gracias, Jesús, por la
historia y por esa preciosa instantánea que la acompaña.
Comentarios
Felices fiestas para ti y los tuyos
Venga Gafemo pases buenas fiestas y no nos pasemos,con el dulce...puaff. ahora nos dicen que el azucar es veneno y de los peores...toma ya!!! Y que hacemos con lo rico que está todo lo dulce?? Ale toma ya tenemos remordimientos por todo lo que nos pasaremos...jaj 😂😂😂
Saluditos del dia de nadal 😇
Supongo que la entrada del día 26, el Cuento de Navidad II habrá servido para mostrar cómo a veces no hay que creer nada de lo que se lee o escucha. En este caso mi propósito no era engañaros, sino entreteneros un poco (y haceros reflexionar), jugando con la ficción y la realidad.
Me alegro que os haya gustado esta historia, que es ficticia y que como explicaba en la continuación, bebe de unas cuantas intertextualidades, como la referencia a los encuentros y la tapia, un guiño a "La Celestina" de Rojas.
Un saludo!